por Carlos Fernández
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Quizás de juez, con su toga negra, la peluca de Luis XIV, y el mazo. Dando zambombazos en la barra del chigre: ¡Orden, orden en la sala!. O de teniente coronel. Sí, pero con uniforme de maniobras, como si fuese un cazador de patos. Las estrellinas en los hombros. Dos, creo que dos, pero de las gordas. Y boina, nada de gorra de plato; esa ya solo la usaban los conserjes. Una boina verde como la de John Wayne en aquella película. Y el pantalón metido por dentro de las botonas, igual que Tintín, a no ser por la petaca de coñac siempre dispuesta para una emergencia en el bolso de la pernera. Y el tolete. ¡No, no, que los altos mandos no usan tolete!. Sable, era el sable. Pero espera, cuando van de maniobras no lo llevan, aunque sería cuando más falta les hace, con lo útil que puede ser para desbrozar la maleza o abrir cocos, y además que me diga alguien para qué lo quieren en un desfile. Y luego está lo del peligro, un instrumento cortante en una calle llena de gente. Bueno, da igual. En fin, lo de militar en otra ocasión, sí, sí, en otra ocasión. Falta de valor no había, claro que no, ¡bueno era él!
Abrió la caja de cartón que tenía sobre la cama y con cuidado sacó la sotana. Tenía un ribete morado muy elegante y por lo menos siete mil botones. Bien, bien. Vamos a ver, el alzacuellos, la faja también morada, el gorrín, y la sortija. ¡Dios, que pedrusco!. Se probó el hábito. Perfecto. Bien de largo, ni lo pisaba al andar, ni se le veían las perneras, y a la medida de hombros. Gracias a Dios nuestro Señor, dijo intentando modular la voz. Un obispo no era un camionero, tenía que hablar de otra forma. Más pausado, más suave, con un toquecín amanerado, y alargando las vocales ¿A ver? Hermaanos, hermaanos. Bien. Blando pero mandando. Debeeis voolveer a la seenda de Dios paadre, hermaanos. Así, eso es. Los detalles, el inmenso valor de los detalles. La gente cree que uno se transforma en obispo solo con ponerse el hábito, ¡qué va!. Hace falta el halo, las maneras, el ánima de las cosas. Comenzó a caminar por la habitación de forma pausada, con la espalda recta, pasos lentos pero firmes, como corresponde a alguien ungido por el poder, con la cabeza ligeramente ladeada y esbozando una sonrisa delicada, de una persona en paz con Dios pero preocupado por el sufrimiento terreno. Eso es, así, así. Se miró en el espejo. Estaba perfectamente rasurado, y se había aplicado una buena capa de nivea para reforzar la suavidad del cutis, no fuera a ser que lo confundieran con un legionario, aunque no llevase la cabra. Atildado, cuidado, aromático. Le fallaban las manos, tenía unas manos normales y corrientes, y por ahí iban a sospechar. Un obispo tenía que moverse en los extremos: manos gordinas, sonrosadas por abajo, preparadas para agarrar la taza de chocolate, o el anís -aunque esas eran más propias de párroco rural- o finas, marfileñas, como las deben de tener los tenderos judíos, alargadas de tanto usarlas. Benevoleencia, hermaano, los judiios tambieen son hiijos del miismo Dioos, así, así.
Paró de ensayar y empezó a colocarse la faja frente a la luna del armario. Se puso de perfil. Daba bien la imagen de obispo, la preceptiva barriguina, el pelo muy corto, la sonrisa suave, el mentón un poco elevado. La clave está en meterse dentro del papel, creérselo. Por eso después de comer se había tomado una copa de coñac “Duque de Alba”, como correspondía al cargo, y a continuación en uno de los sillones de la sala estudió –veinte minutos, no más- los secretos del pigazu. Transformarse en obispo de verdad. Con rigor. Sea para un día, sea para cien. No hay más. Ejemplo: un señor quiere disfrazarse de Consejero; ¿qué necesita?, pues un chofer, el jefe de gabinete, un audi azul marino muy grande, y el traje. ¿Qué en lugar de ser para un día lo nombran de verdad?, pues lo mismo. Bueno, el sueldo cinco veces mayor que el de los demás, pero eso no se ve; no hace falta para el carnaval. Pero sí hay que meterse en el papel en ambos casos. Ese es truco; el secreto. ¿Que uno va de vigilante del Hipercor?: el uniforme azul, la gorra, la chapa en la manga que diga “Seguridad Paco”, las esposas, el revolver con el cinturón lleno de balas como fabes de la granja, y estar convencido de que a las abuelinas que van a por el pan las hay que mantener a raya. Eso, fundamental. Sed fueertes, hijos mííos; el aangel caíido nos acecha. Echó una bocanada de vaho a la esmeralda y le sacó brillo con la falda de la sotana. Elevó ligeramente el dedo anular y caminó complaciente por la habitación con el brazo adelantado y la mano doblada hacia abajo, dando a besar la piedra. Volvió al lado de la caja. Sacó el gran crucifijo con su cadena dorada y se la metió por la cabeza. Pesaba una tonelada. Si fuese en verdad de oro y piedras preciosas la vendería y se marcharía a visitar los santos lugares, y los que no lo fueran tanto. ¡Virgen, que Dios me perdone!. Qué barbaridades digo; debió de ser el coñac. No sé si serviré para obispo, dijo con sonrisa maliciosa. Se encasquetó el gorrín, bien centrado, se sentó en la cama, calzó unos zapatos negros, pensó que los cardenales gastaban unas zapatillas malva diseñadas por Andy Warhol –todo se andará, si esa es la voluntad de Nuestro Señor-, volvió a mirar la carta que le había remitido “Cauce del Nalón”, con su decálogo redactado por algún hijo de Satanás (Amarás el Carnaval por encima de todas las cosas; Honrarás a tu junta directiva; Sí matarás el aburrimiento, la crisis, la hipoteca; Cometerás actos impuros; Amarás sobre todas las copas; Gozarás sin límite del Carnaval…) y, lo peor, habían fichado al mismísimo Jerónimo Granda, ese maldito librepensador, filósofo, humorista, torcidu, iconoclasta, hereje, y encima listu, para con sus explicaciones arrastrar a las turbas al Carnaval; el mejor “mister” para ganar el partido a los valores eternos. Sii, ya me han hablaado de estos chicos de “Cauce”, poobres oveejas descarriaadas. Habría que atarlos corto. Y en eso se le ocurrió: Merecería la pena ver como las almas se dejan vencer por el maligno; un día es un día. Se quitó los hábitos, dejó la sortijona en el cajón de la mesita izquierda, se puso un pantalón de pana, camisa sin corbata, chaqueta de lana y la cazadora azul marino. Bebió por el gollete un buen buche de “Duque de Alba”, secó la boca con la mano, salió del dormitorio, bajó por la gran escalera de piedra, y ordenó al diácono abrirle el portón del obispado.
-Hay mucho barullo afuera, Ilustrísima. Estos días de Carnaval ya sabe como está todo, aunque ya veo que va usted disfrazado de persona normal –dijo el hermano portero mientras giraba la gran cerradura.
-Disfrazado no, de incógnito; hay que vigilar a Satanás de cerca. Mi puesto hoy está en la calle, hijo mío.
-Lleva una semana nombrado pero ya se le ve que va a ser un gran obispo. Que Dios Nuestro Señor le acompañe en su labor pastoral; cada día es más difícil conducir el rebaño a los mejores sembrados, Ilustrísima.