
Por FRANCISCO J. LAURIÑO
No sé bien por qué pero itinerancia y fotografía me parecen palabras familiares entre sí. Tal vez sea la causa que ciertos fotógrafos decimonónicos, prolongados luego al siglo XX, recorrían la ciudad buscando tema y trabajo (el caso de Atget, en París, primero, y luego, en la misma ciudad, el de Cartier-Bresson, son un ejemplo claro), o la actitud de otros, mucho más cercanos, que, como hizo Valentín Vega en los años cuarenta y cincuenta por El Entrego y alrededores, recorrían sus comarcas en busca de clientes.
Es justo, teniendo en cuenta estas cosas, que, una vez el bocado en el plato, tal vez como ahora (y ahora mismo me explico) en forma de exposición, quiera ser esta a su vez itinerante para que los múltiples periplos a los que se vio sometido el creador cuando buscaba un resultado se conviertan en otro menos poético, menos aventurero, pero más práctico, con el que llevar su trabajo al mayor número posible de espectadores.
Roberto Pato, Alfonso Granda, Paco Canto, el recordado Ramón Felgueroso y quien esto escribe, se suman a ese periplo, a esos periplos, y quieren presentar su obra en varios escenarios de la cuenca del Nalón de la mano de la asociación Cauce, organizadora y alma máter de la iniciativa expositiva a la que denominamos “Cauce de Fotógrafos”.
Dije, y digo, con vehemencia, muchas veces, que si la literatura es narratividad, emoción, contar historias, extender pasiones, contagiar palpitaciones o resquemores a través del cuento, de la novela, de la poesía, dentro del reino de la ficción, la fotografía no es menos ficción que aquella, pero en forma de visión, en forma de interpretación del mundo a base de luces, sombras, líneas y colores, en vez de morfemas, sememas y sintagmas. Es, por supuesto, una opinión (mis compañeros de periplo tendrán la suya, coincidente o no), y deseo aplicarla, desde aquí mismo, a las nueve fotos que presento bajo el epígrafe general de “Materia”. Empero, Paco Canto canta al paisaje, fuego pictórico, épica del color, belleza de la arqueología industrial, y afila la cámara sobre un atardecer de cuento de hadas con la misma capacidad cromática, con idéntica fuerza, con similar limpieza que sobre los tristes vestigios del pozo Mosquitera. Alfonso Granda, por su parte, intimida con el negro, raspa la pared de la sala con sus cuadros que parecen aguafuertes, que se clavan en la retina y que, provenientes del confín de los años ochenta, acaban por quedarse tan panchos con nosotros, como si, en buena hora, no fuera con ellos la época digital. Roberto Pato comunica; de su profesión periodística ha de venirle, sin duda, la certificación que nos depara, lírica en este caso, de la realidad: a través de varias fotografías bellísimas muestra el ciclo del agua (es decir, informa sobre él) pero también crea en el espectador la necesidad de meditar sobre cómo utilizamos los recursos naturales. Y de Ramón Felgueroso, qué decir a estas alturas; no es posible referirse a él, que tanto mostró el pasado, en pasado: sus fotos de Langreo y de otros lugares del Valle, las ruinas industriales exhibidas por su objetivo hiper realista, la disposición urbana de elementos, ajados unos, conservados otros, nos enseñan lo que somos por haber sido lo que fuimos, son una lección de historia impartida por quien, no en vano, fue historiador del arte.
Es parcial y sesgado, temerario tal vez, escribir así de uno mismo y de quienes, buenos amigos, lo acompañan en una aventura tan placentera. Por eso he de darles las gracias y, a la vez, pedirles disculpas a todos ellos, antes de concluir con que si la primera quincena de octubre fue la casa de la cultura de Sama la que acogió las cincuenta fotos de la “itinerancia” poética y visionaria que dije más arriba, la próxima parada de nuestro periplo será la casa de la cultura de Pola de Laviana: así, el próximo viernes, día 6 de noviembre, a las ocho de la tarde, se presentará la exhibición, que, por otra parte, ya puede verse desde hace unos días en ese escenario lavianés.