Actores, actrices y músicos rindieron homenaje al poeta en El Entrego.
FRANCISCO J. LAURIÑO
A despecho de otros biógrafos (y, sobre todo, biógrafas: María de Gracia Ifach o Concha Zardoya), el catedrático Eutimio Martín presenta en El oficio de poeta. Miguel Hernández (Aguilar, 2010) a un Miguel poco modoso, algo mujeriego, pagado de sí mismo, enfrentado a Federico García Lorca y a Luis Cernuda (y, por extensión, a la Generación del 27), pero comprometido política y socialmente, a pesar de algunos flirteos con el fascismo en sus comienzos orcelitanos, cuando la Iglesia católica, a través del cura Luis Almarcha, lo ayudara a introducirse en el mundo de las letras. Eso sí, desde el punto de vista literario nos lo sirve como a un clásico. Eutimio Martín labora aquí como determinista (no en vano es catedrático en Francia, Universidad de Aix-En Provence), así que no sólo rebusca entre los datos y los aquilata, sino que, y principalmente, indaga en las situaciones y las estudia y las analiza, y bucea en los hechos, porque la suma de las unas y de los otros es lo que decreta el por qué de las cosas en la peripecia humana. Lejos, pues, del Miguel Hernández candoroso e inocente al que, por razones sentimentales, estábamos acostumbrados, recupera el ilustre profesor la que él considera la realidad de la persona, la que le había sido escatimada al poeta, tal vez con buenas intenciones, por las precedentes hagiografías que lo convirtieron en lo que nunca había sido. Una tesis para la polémica, sin duda, y en una señalada fecha.
El 30 de octubre hará cien años que nació Miguel Hernández en Orihuela. Es razón más que suficiente para que una sociedad necrófila, mitómana y, por lo general, desinformada como la española se vuelque, como se vio en casos anteriores -y se está viendo ya en éste-, no sólo en publicaciones más o menos litigiosas, sino también, y sobre todo, en fastos y en galanuras pseudo literarios, y posiblemente un tanto almibarados, que, en el mejor de los casos, tratan de hacerle justicia al agasajado, o de difundirlo extraordinariamente en los colegios, ahora que los escolares ya no están obligados a leer. Habrá, por supuesto, quienes sin jamás haber ojeado una sola línea de Hernández pasen por grandes conocedores, y otros que, sabiendo sobre él de oídas por las letras adaptadas en algunas canciones, se presenten a sí mismos como expertos en líricas varias; y habrá, en fin, quienes le defiendan a capa y espada, pero no por ser uno de los más grandes poetas en español de todos los tiempos, sino porque militó en el PCE, y es posible que hagan caso omiso de tal grandeza. Serán los menos quienes renieguen de él; y en este caso porque se tratará seguramente de los herederos de aquellos que no quisieron hacer nada por sacarle de la cárcel cuando aún era tiempo de salvarle la vida (la Iglesia católica tiene aquí mucho qué decir, aunque ya sabemos cómo se portó en los años “gloriosos” para con los perdedores): el poeta cabrero, hijo de campesinos analfabetos, comunista para más inri, que escaló posiciones hasta convertirse en un clásico a la altura de Góngora o de Garcilaso, no será nunca bien digerido por esa España de la negra conciencia que todavía permanece en algunas cloacas de la política más rancia, la misma “canalla” que, en palabras de Cernuda, “regenteaba” en el país durante aquellos años.
Es cierto que, ya entrado el siglo XXI, hay muy pocas cosas que se puedan decir sobre Miguel Hernández que no se hayan querido saber previamente, pues la información, para quien la quiera, no está lejana en la época de las nuevas tecnologías, a las que hay que sumar las tradicionales, como este mismo artículo, o el libro al que aludíamos al principio. Sí me parece oportuno señalar que lo biográfico es siempre accesorio en literatura, aunque “determine” (no empleo con inocencia este término aquí) la obra del autor biografiado. Las circunstancias de la vida del poeta hicieron su poesía, pero la hizo sobre todo su vasto conocimiento de los clásicos españoles. La literatura, lejos de enraizadas atenciones historicistas (que tienen también, cómo no, su razón de ser, porque todas las disciplinas y saberes serios y rigurosos son dignos) no es otra cosa que lectura, y rendirle homenaje a un escritor, a cualquiera, es leer sus obras, sobre todo si la profundidad de esa lectura nos ayuda a hacernos un poco mejores, a saber más, lo que habrá completado suficientemente los momentos de placer intenso que nos regalaron aquellos instantes de intimidad que sostuvimos mano a mano con el papel impreso, con el aroma real de la tinta, pero también con el metafórico que siempre emana de lo leído. Por eso, quien quiera tributarle homenaje a Miguel Hernández, sin fastos pero con lucidez, ajeno a historicismos y a especulaciones sobre si vivió de un modo o de otro, deberá leerlo intensamente y aprender de sus versos bellísimos, personales, barrocos a su modo, que lo convierten en singular, fuera de clasificaciones y de taxonomías, como no sea para atribuirle los más fragantes laureles del parnaso hispano.
A presentar su tesis y a glosar al oriolano, a engrosar los fastos que antes dije, sí, pero con buena intención, pues se distingue la asociación Cauce por sus vínculos a la cultura y no a las modas al uso, iba a venir al Nalón el catedrático Eutimio Martín invitado por aquella entidad, aunque por razones personales de peso no haya podido ser. Sí que se presentó un acto poco fastuoso pero muy sentido, en el que, bajo la batuta dramática del teatrero Roberto Corte, varios actores, actrices y músicos le hicieron hondo y sentido homenaje al poeta. Fue el viernes, en el teatro municipal de El Entrego.
(Diario La Nueva España, 19-10-2010.)