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martes, 28 de abril de 2009

"La estrategia de la derecha con la memoria histórica es esperar a que mueran todos"

«El alzheimer no es un drama para vivir de puertas adentro; el ejemplo de Suárez, Maragall y mi padre ha ayudado a socializar el problema».


Albert Solé Bruset, periodista y director de documentales, presentó en Laviana la cinta Bucarest, la memoria perdida.


Langreo,
Miguel Á. GUTIÉRREZ


La infancia de Albert Solé Bruset son recuerdos de un exilio heredado, de una familia perseguida por sus ideas y de visitas furtivas a una cárcel de Barcelona. Todo ese álbum de memorias de niñez -una atalaya desde la que Solé recorre la historia reciente de España a través de la figura de su padre, Jordi Solé Tura- toma forma en la película documental «Bucarest, la memoria pedida», ganadora de un «Goya» y presentada el pasado fin se semana en Laviana, en un acto organizado por la Asociación Cauce del Nalón en colaboración el Club LA NUEVA ESPAÑA en las Cuencas. La cinta también rinde homenaje al propio Solé Tura -político, jurista, ex ministro de Cultura y uno de los «padres» de la Constitución, que padece alzheimer desde hace unos años- y a toda la generación que forjó el país que hoy conocemos.


-¿Cómo nace la idea de hacer «Bucarest, la memoria perdida»?


-Son los recuerdos de mi infancia contados en primera persona. A través de esos recuerdos surge la historia familiar que es también la historia de todo el país. Yo nací en Bucarest, pero es un lugar que no identifico porque me voy de allí siendo muy pequeño. Se convierte en un paisaje emocional, un lugar donde empieza todo y que tiene mucha importancia en la familia. Mi historia está entre dos exilios. El exilio en el que nazco yo y esta sensación de ese exilio donde está ahora mi padre, y del que ya no hay vuelta atrás.


-¿Cómo se perciben la clandestinidad y el exilio desde los ojos de un niño?


-Cuando uno es pequeño acaba viviendo toda experiencia con cierta normalidad. Lo que más recuerdo era la necesidad de tener un doble relato sobre la propia existencia. Muchas cosas no se podían contar y eso, cuando tienes 6 o 7 años, se hace muy difícil. No podías decir al 90 por ciento de la gente qué hacía tu padre o dónde habías nacido. También marca mucho la violencia emocional que se vive cuando todos los amigos de tu familia sufren torturas, son detenidos o son expulsados. Eso adquiere un giro más dramático cuando es tu padre el que es encarcelado y tienes que dar excusas falsas en la escuela para visitarle cada semana. No pisaba la cárcel Modelo de Barcelona desde hacía 37 años y cuando volví para rodar el documental sabía a dónde conducía cada puerta.


-Las herencias ideológicas de su niñez alcanzaban una escala interplanetaria, según recoge el propio documental.


-Sí, lo recuerda Sergi Pàmies, Nosotros éramos de Gagarin y nuestros compañeros de clase iban con el Apollo. Es otra de las cosas que recuerdas de pequeño, la idea de ir siempre a la contra. En aquella época, en la que ni siquiera uno podía hablar de política, yo tenía en la última página de mi cuaderno todas las banderas de los países comunistas. Había una mitificación de todo aquello que nos era negado y la sensación de ir siempre a contracorriente. Sergi también tiene una frase muy buena en la película que es que si tú pones a cuatro comunistas en una habitación, a las dos horas se han escindido. Es otra constante, la idea de vivir la vida de forma muy dogmática, con mucha discusión.


-Junto al componente de repaso histórico está presente en la película la reivindicación de la persona por encima de la enfermedad del alzheimer.


-Desde el principio me planteé la película como un sacrificio de la propia intimidad. Eso supone una catarsis familiar difícil, pero entendí que era el lenguaje necesario para dar visibilidad a la enfermedad. Pensé que habría una cierta polémica sobre si es lícito mostrar la enfermedad de alguien que no puede decidir si quiere ser mostrado. Deseché esos temores viendo la cantidad de gente y de colectivos de alzheimer que se me han acercado a contar sus casos. La película les ha ayudado a salir del armario y entender que su problema no es un drama que se vive de puertas adentro sino un problema social que sólo se puede afrontar desde una perspectiva global porque estamos hablando de una pandemia. Cada mes que ganamos de esperanza de vida supone un crecimiento exponencial de los casos de alzheimer. El mensaje de la película es que esto es un problema de todos. El hecho de que hayan sido tres familias de políticos las que han abierto el fuego en España, Suárez, Maragall y mi padre, tiene mucho que ver con la idea de socializar el problema. El ejemplo ha ayudado.


-¿Se ha guardado algún recuerdo para sí mismo?


-Cuando yo tenía once años, mi padre apareció completamente amoratado y casi sin poder caminar. Me dijeron que mejor no preguntar qué había pasado y aquello quedó diluido en el recuerdo. Al hacer la película tiré de los hilos para reconstruir qué había pasado y me encontré que mi padre, estando en París en casa del sociólogo Manuel Castells, fue sorprendido por la noche por dos pistoleros que le molieron a culatazos y le pusieron una pistola en la boca. Uno quería disparar, pero el otro le detuvo. Encontré a los pistoleros, que eran dos liberados del Frap (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, organización situada a la izquierda del PCE) y habían querido dar una lección. Uno de ellos había fallecido, pero con el otro hablé en Madrid y descubrí que había sido un fontanero de las cloacas del Estado durante los primeros años del PSOE. No lo metí en la película porque era complicado, necesitaba mucho más metraje para explicarlo.


-¿España quiere recordar?


-Está presente esa metáfora. Sí, el alzheimer de mi padre es también una amnesia colectiva. Tenemos un problema de falta de encaje de la idea «transición». Por un lado se ha sacralizado mucho, parece que ya ha sido un período de gran bondad y de acuerdo permanente. Sin embargo, hubo momentos de gran tensión y estuvimos al filo de la navaja. Tenemos una gran deuda con la memoria histórica. No hemos puesto las cosas en su sitio ni le hemos devuelto a cada parte la responsabilidad que le tocaba. Un lado se pasó cuarenta años glorificándose y el otro escondiendo a sus muertos bajo la alfombra porque no les dejaron hacer otra cosa. Ahora es el gran momento de cambiar eso. Está claro que la estrategia como país, impulsada por la derecha, es esperar a que se mueran todos. Un país que no tenga la conciencia limpia no puede diseñar el futuro. Los traumas quedan.


-¿Es esa sacralización de la transición la que obstaculiza posibles reformas constitucionales?


-Una cuestión de higiene democrática nos debería permitir poder cambiar la Constitución sin problemas, pero tenemos una derecha tan ultramontana que parece complicado. Sólo hay que ver lo que ha pasado con Educación para la Ciudadanía, una asignatura que cualquier país moderno tiene desde hace años. La extrema derecha sigue teniendo tanto poder que debates que en otros lugares serían muy sencillos aquí se convierten en debates sobre las esencias. Desde ese punto de vista la Constitución, aunque debería poderse modificar, es garante de que no volvamos atrás y toquemos algunos logros.


-¿Cuál es la principal enseñanza de Jordi Solé?


-Como político, un espíritu profundamente tolerante, una capacidad de entendimiento con todas las fuerzas políticas y una enorme sensibilidad para resolver conflictos históricos como el tema de la España de las autonomías. Como padre es una persona de una ponderación extrema y un gran pedagogo.


-¿Guarda el «Goya» a buen recaudo?


-Hubo una mala operación de periodismo detrás de todo aquello. Me llevó unos cuantos días de quebraderos de cabeza pero ahora lo tengo en casa bien guardado. De todos modos, no deja de ser una estatuita. Lo verdaderamente importante es lo que simboliza.


[Copyright diario La Nueva España, Oviedo, 28 de abril de 2009. Fotografía de Fernando Rodríguez.]